24 de febrero de 2011

Diario de viaje: Uruguay.

   Parte I

Me colgué. Parecería mentira, pero logré fugarme unos días de Buenos Aires. Y no lo digo por el afán de andar luciendo fotos por allí y alimentar mi ego con semejante estupidez. Es que después de muchos años, me volvió a picar el bichito de la libertad. Además de no pedir un centavo a nadie, cosa que mejoró mucho más la situación.

En fin, como les decía, me fui de vacaciones. Crucé el Río de la Plata hacia  Uruguay. Ustedes pueden preguntarse el porque y para ello hay una simple respuesta: capricho en comunión con una amiga. La cosa ya se daba de una manera extraña ni bien pisé la terminal (Más allá de los engorrosos trámites migratorios por los que tuve que transitar, cosa normal en mí), Buenos Aires se despedía, con lloviznas, pero nada ni nadie me podía sacar la alegría aplacado por un sueño espantoso.
Consejo: Nunca vayan a un cumpleaños la noche anterior a hacer un viaje. Pueden tener consecuencias nefastas, tales como, sueño desmedido, poco análisis, olvido de elementos esenciales, etc.

Parecía una tarada arriba del buque, mirando boquiabierta cada detalle del mismo, y ni hablar de las fotos que saqué innecesariamente antes de caer dormida por el mareo. Soñé por primera vez que podría haber compartido ese viaje con más personas, pero precisamente con él. Lloré sin llorar. Me lamenté de no haberme arriesgado a irme aunque sea al Tigre en su momento. Soñé también que el estaba ahí, que me acompañaba, pero no me amargó, es más, me alegró.
Cuando uno pisa por primera vez territorio extranjero, lo hace en una terminal concretamente.. Esta vez nos tocó atravesar una pasarela infinita, cuya visual al río era tan relajante que ni cuenta me di que estaba en Colonia, subiendo a un colectivo rumbo a Montevideo.
El sueño me desconcentró de recordar cómo el paisaje de Colonia era tan similar al de Misiones, o al mismísimo Paraguay. Es una imagen que jamás podré sacármela de la cabeza.. Praderas cuyo color contrastan con un brillante cielo azul. Acá se fusionaba con un inacabable sendero de palmeras, que me daban la bienvenida subliminalmente. Dormí sin soñar.
Montevideo me recibió con arquitectura racionalista (no podía evitarlo), pero descuidada. Calles anchas, pero vacías. Arboles pequeños, y tachos de reciclajes plagados de publicidad. Olor a viejo, a pueblo abandonado. Compararla con Buenos Aires fue un error. Pero su terminal tenía algo que te hacía cambiar de parecer, aunque buscaba cosas familiares; mi cabeza no paraba de comparar. Tenía los billetes más grandes en mi bolsillo y no encontrábamos un teléfono. Toda una odisea. Incluso viajar en un taxi blindado que no te permitía apreciar la ciudad.
Mi experiencia en cuanto a hostels, era nula. Los prejuicios que tenía incorporado me atemorizaban. Pero me equivoqué. No me voy a detener a hablarles de ello, pero sólo diré que fue fantástico, excluyendo el hecho de subir escaleritas incómodas para llegar a tu cama, o darte cuenta que hay gente más intratable que uno mismo. Nos apresuramos a correrle a la tarde y a explorar nuestros alrededores.
En dos días de estadía, más allá de la cantidad inimaginable de fotos que saqué a edificios (donde debo reconocer que había demasiada arquitectura colonial fusionada con la moderna), me sentía como en una ciudad devastada por la guerra. Había mucha gente solitaria, pero demasiados extranjeros. Locos lindos que hablaban en voz alta sobre sueños frustrados de su juventud, acompañados por panfletos de un Mujica candidato a presidente y de jóvenes revolucionarios que pensaban juntarse en algún callejón. Grandes avenidas con fechas importantes; conductores que si sabían lo que era respetar al peatón. Carnaval en una tarde excesivamente ventosa, con un olor a torta frita que invitaba a la fiesta que unía a la ciudad. Un puerto callado pero inmutable, verdaderos mojones que mostraban la transición de la Ciudad Vieja (nombre real del barrio) a la moderna. Familiaridad casi completa. Plazas con negocios vistosos, preparados para las reuniones a puro mate y break dance. Tranquilidad intachable.
Jamás había caminado tanto en poco tiempo, pero Montevideo te llevaba a hacerlo. Naturalmente. Sus calles separaban mundos y costaba encontrarlos, incluso en su guía que era peculiarmente grande. Comida abundante, alegría de los jóvenes y charlas amenas en plazoletas que mostraban a Rómulo y a Remo, ansiosos por destacarse. La costanera invitaba a ver horizontes imposibles, soñar despierta con parques con bustos de Guillermo Brown. Descuidada quizás, mezclada con pescadores fuera de serie.
Llegaba la hora de decir adiós, de seguir camino al este.
El me sonreía, satisfecho por su trabajo. El sonido de las valijas era tan melodioso como divertido. Dejaba atrás a una ciudad que comenzaba a despertar. Nuestras mentes se enfocaban a nuestro próximo destino: Punta del Este.

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