6 de marzo de 2014

Pensando arquitectura



Pasamos más de la mitad de nuestras vidas transitando lugares, recorriéndolos sin saber que pasarán a formar parte de nuestra memoria emotiva.

Muchos los recuerdan con mucha nitidez, otros se van olvidando con el tiempo por donde anduvieron. Pero casi todos recuerdan lugares emblemáticos, lugares que dejaron marcas profundas tanto agradables como desagradables.

Recorrer una ciudad no es solamente caminar por calles que nos parezcan “interesantes” sacando fotos porque saldrán bonitas. Recorrer una ciudad implica sentir como ella, que al transitarla tratemos de imaginarnos como fue concebido cada espacio, o que inmueble lo ocupaba previamente.

Recorrer una ciudad va más allá de "mirarla". Se ejercita el arte de observar a consciencia lo que ocurre en un espacio determinado, analizando sus cambios que pueden perdurar en el tiempo y del cual formamos parte.

Formamos parte de los cambios de una ciudad en la medida que aceptamos tácitamente como se va modificando, transformando o destruyendo la misma. Aceptamos todo eso, siguiendo nuestras vidas a compás de esa ciudad que muta en forma silenciosa.

Con el tiempo nos sentimos invadidos, atacados por edificios que son casi idénticos entre si, con pocos espacios verdes, con mucho tránsito.
Olvidamos rápidamente lo que era ese espacio antes… Solía ser un espacio con poco monumentalismo, con calles más anchas y menos transitadas, con boulevares pintorescos, con fachadas más ornamentales que funcionales.

Decidimos huir a buscar nuevos lugares, a explorarlos y a impresionarnos por su carácter histórico, pero forman parte de un pasado que nos resulta más fácil recrear, pero muy pocas veces podemos entender su concepción, evolución y destrucción. Nos gusta aparentar. 

Aceptamos esos cambios en gran parte, pero tendemos a la comparación, quejándonos con vehemencia de nuestro hábitat. Que error el nuestro. A veces parecemos tan incorregibles.

Recorrer una ciudad implica saber observar, criticando con coherencia, reconociendo que hay lugares recorribles, apetecibles que no necesitan tener más de 300 años de historia, ni estar en los pasajes de un libro, sino que pueden lugares tan simples como una esquina con una fachada cuyos colores nos transporten al pasado y nos permita soñar por un rato.